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martes, 20 de marzo de 2007

Olvidos

Había olvidado...

Había olvidado lo natural y sencillo que siempre me resultó decidirme a acabar con una vida. Sí o no. Sí...

No recordaba lo lindas que pueden ser las líneas de un arma.

Se me había borrado de la mente, del alma, la exitación que se siente cuando las manos se posan sobre la madera cuadriculada de la empuñadura. Tuve que hacer un esfuerzo importante para esperar a que me lo entregaran y no arrebatárselo de un tirón a quien me lo presentaba.

Pensé que me iba a sentir torpe, que el artilugio de madera y metal se iba a sentir como algo ajeno, extraño, y por un instante tuve miedo. Miedo de no recordar cómo empuñarlo. Pero mis manos lo recordaban; como si no hubieran pasado más de 10 años desde la última vez que se cerraron sobre un rifle. Me pareció increíble, cómo manos y brazos se ajustaron a las formas fluidas de manera que el arma quedara descansando segura y cómodamente, como acunándola.

De manera ausente, como de lejos, me vi chequeando automáticamente el seguro y la recámara. Bien, todo en orden. Vamos...

Había olvidado cómo se encaraba. Pero mi cuerpo lo recordaba. En un solo movimiento alineó ojo, ranura y punto de mira, a la vez que la cantonera se apoyaba firmemente en el hombro y el pómulo tomaba contacto con la culata.

Al otro lado del punto de mira, el animal estaba agazapado, acorralado. Ni siquiera sabía qué estaba pasando. No importó su tamaño. No importó que su único pecado hubiera sido que lo descubriera en donde no debía estar y que la dueña del lugar no lo quisiera ahí bajo ningún punto de vista. No importó que su delito aún no se hubiera cometido: había que atajarlo antes de que lo llevara acabo. No importó nada de eso. Era una presa.

Sólo dudé una fracción de segundo. No para reconsiderarlo (eso nunca me pasó por la cabeza), ni para buscar una solución que no implicara violencia (eso tampoco se me ocurrió ni por un instante), ni, ciertamente, por arrepentimiento. Nada de eso. Mi fugaz titubeo fue debido a que tuve que pensar si el asunto era tirar del gatillo o apretarlo... lo había olvidado. Pero mis músculos lo recordaban. Una presión constante pero relajada, hasta que el propio disparo te sorprende.

Había olvidado el pequeño rush de adrenalina, el frenesí de la espectativa de la ejecución caza. El toque de ansiedad que al sonar el disparo, estalla convertido en un placer obsceno cuando uno ve que la bala entra donde uno quería: en la cabeza.

Lo había olvidado todo, pero todo estaba ahí. Presente. Actual. Más allá de los razonamientos. Más allá del intelecto.
No se puede escapar de lo que uno mismo construye. No se puede renegar de la propia naturaleza. Puede ocultársela. Puede negársela con tanta insistencia, que hasta uno mismo termina creyéndoselo. Pero está ahí, aunque uno la olvide o pretenda olvidarla. Siempre esperando la mínima oportunidad para aparecer.

Había olvidado... cuánto me gusta matar.

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