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lunes, 1 de octubre de 2007

Memoria

Todavía lo recuerdo... ah, sí. Tengo tantos años que ya hace tiempo perdí la cuenta, y mis arrugas forman un mapa cuajado de ríos en lo que antes era mi rostro, pero todavía lo recuerdo.
Tengo mucho vivido, tengo muchas memorias. Tengo mucha memoria. La gente de hoy no. Tal vez son pocos los afortunados que pueden recordar qué comieron el jueves pasado. Pero yo lo recuerdo todo. Los colores, los olores, los dolores. No sé si sea una bendición o un castigo. Tal vez sea bueno que los jóvenes no tengan memoria... y que ni siquiera les importe. Aún a riesgo de cometer los mismos errores una y otra vez. Al menos no tienen el castigo de la memoria.
Cuando era joven, apenas entrando en la pubertad, cuando hacía mis primeras armas con el tabaco en rama y la caña junto con la peonada en el bar.
La estancia del tata. Qué establecimiento más pituco! Y cómo se trabajaba! No como ahora que la chiquilinada pasa ocho horas en oficinas con aire acondicionado y se cansan. Ay! Virgen Santa! A dónde hemos llegado.
Teníamos tres galpones. Enormes. Nada más que para guardar la lana. Todos tenían la marca de la estancia pintada en las paredes, tanto por fuera como por dentro. Como de veinte metros por cincuenta y como de siete u ocho de alto. Llenos de bolsas y más bolsas de lana sin cardar.
Me acuerdo que la esquila era todo un acontecimiento. Venían cuadrillas de hombres de toditas partes, cada uno con sus juegos de tijeras de tuzar. Me acuerdo que entre buche y buche de caña hacían competencias, a ver quién era el más baqueano. A ver quién cortaba la lana más parejita, y quién lastimaba menos el bicho, y quien hacía los vellones más prolijos, y quien llenaba la bolsa más rápido y con más peso. Porque antes no había máquinas. La lana se iba tirando para adentro de la bolsa, que estaba sostenida por un armatoste de madera, y un cristiano estaba adentro, pisando y pisando y pisando para apretarla. Ahora las maquinitas te hacen un fardo de un metro, por un metro, por un metro, de trescientos kilos en dos minutos, o al menos eso me han contado. Yo, la verdad, le desconfío a esas catraminas que hacen todo por uno, y uno no sabe si la cosa va bien o mal hasta que ya está todo pronto o hasta que ya es demasiado tarde. Pero antes había que darse maña para hacer llegar esos bolsones de más de dos metros de largo por más de uno de diámetro a unos tristes ciento cincuenta kilos. Con todo, había que esquilar alguna que otra oveja para llenar los galpones.
Y en medio de todo eso, mis hermanitos y los primos, y los gurises de los peones... todos en la vuelta, queriendo ayudar, pero embromando como todo gurí chico. La peonada se divertía lindo a costa de ellos. Los subían al lomo de una oveja o un capón medio bellaco, y dale! A jinetear ovejas. Eran tres corcovos y de cabeza al suelo. Y había un buen número de ovejas para elegir.
Sí, estaba linda la majada... no me acuerdo bien cuántas ovejas eran... sí me acuerdo de que eran un lote regular. Tres, cuatro, cinco mil ovejas... un montón, yo qué sé.
Y las yerras. Yerras y carneada. Eso sí que era una fiesta en toda regla! También, con gente de toditos lados. Competencia de lazada. La marca. La desmochada. La castrada, con los consiguientes huevos a la parrilla. Rico, el huevo de tarnero a la parrilla. Con chorizos recién hechitos y achuras hasta decir basta. Los que tenían un parral o una viña, se venían con el vino casero, y ahí le dábamos, meta y ponga todo el día, hasta la noche.
Me acuerdo un día, en que medios mamáus a los peones se les ocurrió hacer competencia de monta de terneros... que más bien eran novillos de tan grandes. Para quien se aguantara toda la carrera, le tocaba un par de huevos bien asados y un vaso de vino.
Uno especialmente baqueano se las dio de guapo... iba lindo el mozo, y parecía que iba a ganar... hasta que uno de los pícaros aburridos de siempre le lazó las patas al animal. Que porrazo se dio el domador!! Fue la carcajada de todito el mundo... y el pobre Miguel se levantó a los rezongos tres metros más adelante.
Eran lindas las yerras...
Cuando se terminaba con el último bicho, baño pa’l que quería, y luego bailongo hasta cualquier hora.
Me acuerdo también, de la tropa de caballos criollos. No eran muchos. No más de cincuenta o sesenta caballos, pero daba gusto verlos galopar a todos juntos.
Y la quinta de frutales! Miles de duraznos! Montones de manzanas y más montones de higos y naranjas, con las que el abuelo hacía el vino de naranja que nunca nos dejaban probar, pero siempre podíamos robar. Rico!
Íbamos al baile, ese que se armaba en el club social y al que concurríamos tanto los chicos como los grandes. Los primeros a mover el esqueleto. Los segundos a divertirse viéndonos a nosotros. Antes era otra cosa. No había discotecas, ni el lucerío raro de ahora, medio a lo oscuro todo el tiempo. Ni que hablar del bochinche ese que llaman música. Había más respeto también. Ni soñar con la manosiada que se da la muchachada hoy en día. Me acuerdo que arrancábamos pa’l baile, y no volvíamos a casa como hasta las seis de la mañana. Descabezábamos un sueñito, y luego, mientras la mama y las tías se aprontaban, los más jóvenes arrancábamos a pelar duraznos. Dale que va. Tachos y tachos de duraznos. Para el dulce, para conserva, para la mermelada, y que los orejones. Mis veranos quedaron grabados junto con el perfume de los duraznos recién arrancados.
Luego las cosas se complicaron. Un invierno, un buen día, empezó a llover, y no paró más.
No se puedo sembrar lo de invierno. Se perdieron pariciones completas de las ovejas. El ganado se empantanaba hasta las ubres y no había macho que lo sacara del barrial.
No paró más de llover... hasta la primavera. Cuando pisamos el filo de ocutbre, el tiempo se olvidó de la lluvia. Fue un verano malo. Tan malo y tan cierto como que la abuela del Diablo era tres veces peor que el nieto. Bichos reventados, cosechas arruinadas. Casi ni duraznos hubo.
Sí, me acuerdo. Se acabaron las fiestas, y los bailongos... y hasta las risas en mi casa.
Tata ni nos hablaba casi. Y la vieja no daba abasto a tirarle las orejas a mis hermanos por cualquier cosa.
Primero tuvimos que vender los caballos... al menos los que no se habían muerto.
Luego, perdimos uno de los campos.
Las herramientas más nuevas... o las que se pudieron vender sin regalarlas.
Mala época muy mala... si me acordaré, que todavía la estoy pagando...
El campo puede ser muy ingrato! Tan ingrato!
Desde chiquito mirando pa’ arriba. Cuando hay seca, por si hay nubes... cuando llueve mucho, pa’ pedirle al Tata Dios que pare de mandar agua... o piedra.
Cuando nos estábamos acomodando, llegó el granizo. Una manga de piedra que agarró tres campos en hilera sembrados con cebada casi pronta para cosechar. Todito el cultivo volcado, irrecuperable.
No te rías. No pongas esa cara rara como si te estuviera curtiendo a mentiras. Cuando el tiempo viene mal dado, las disgracias nunca vienen solas.
Y cuando no era el tiempo, eran las pestes o la plaga. Gran puta! Un cristiano puede aguantar todo eso y más... si vienen más o menos escalonadas, si te dan tiempo a pararte de nuevo. Pero si te agarra una mala cuando todavía estás en el piso, es como si te molieran a palos tres veces.
Si me acordaré! La memoria es peor que una china histérica: siempre recordándote todo lo malo, como un reproche continuo.
La carita de mamá, y los ojos chiquitos de tanta impotencia de papá. Pero papá nunca se entregó. Hombre fuerte el viejo. Madre que lo parió! En la vida he visto tipo más fuerte! Y he visto un lote de cristianos en todos mis años. Eso te lo aseguro! Tesonero si los hubo. Cuanto peor venían dadas las cosas, más apretaba él los dientes y más le deba pa’ adelante. Sin un reclamo, sin una queja. Otro a lo mejor habría largado la esponja. Fueron varios los que terminaron colgados de una viga. El tata sólo largó algún rezongo y una sacudida de cabeza. Había orden de aguantar... y aguantó. Tal vez aguantó por nosotros, que éramos chicos... o a lo mejor aguantó de tan terco que era. Andá a saber.
Total... tanto aguantar... pa’ darle de comer a los bancos...
Malos bichos los bancos. Sirven sólo para quienes no los precisan. Mientras vienen bien dadas, son un amor, y te ofrecen hasta los calzones. Siempre prontos para comer un asado y todo... igual que los políticos.
Pero cuando la cosa se complica, no queda naides. Ni el loro. Los políticos se olvidan hasta de tu cara. Pero los bancos se acuerdan! Hasta de reclamarte los calzones que no les pediste.
Si me acordaré!
Tanta memoria, tantas memorias... para qué? Me podés decir para qué?
Nunca terminamos de recuperarnos del todo. Papá se gastó a fuerza de pelear contra todo y todos: el tiempo, y los bancos, y los que nos querían cobrar los insumos por adelantado, y los que no querían pagar la cosecha, y los peones pícaros, y... gran puta. Pocas veces he visto un tipo más cansado.
Crecimos, mis hermanos y yo.
Ellos se fueron. Armaron sus vidas como correspondía, lejos del nido. Les ha ido bien. Bastante bien, te diré.
Yo me quedé. Alguno tenía que quedarse. Después que se gastó el viejo, empecé a gastarme yo.
Y bien gastado estoy...
Lo que no me había gastado el trabajo y el esfuerzo, me lo gastó la memoria.
Bicho bien perro, la memoria...

2 comentarios:

Anónimo dijo...

eso lo escribiste vos o es de algún otro autor????
Hasta más ver m'ijo.

Naazgul dijo...

Lo escribí yo. Muchas de esas cosas le pasaron a gente que conozco.
Je... a algunos les pasaron varias en hilera. Deja de ser divertido cuando viene la seguidilla.

Lo tenía abandonado en un rincón, a medio terminar. Sigue estando a medio terminar, pero me lo quería sacar de encima.



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