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sábado, 27 de enero de 2007

Mi amigo y compañero

Cuánto hace que nos conocemos, amigo mío? Veinticinco años? Más? No importa. Lo que importa es que has sido casi una constante en mi vida desde que nos encontramos por primera vez.

Te acordás? Nos presentó uno de los peones de la casa del abuelo. Yo no tenía más de cinco o seis años. Al principio te tenía un poco de desconfianza. Tu carácter me parecía fuerte en ese entonces, y yo era muy gurí. Además, nos veíamos muy poco, yo no tenía forma de encontrarme con vos, y cuando nos encontrábamos, vos venías con otra gente. Nunca podíamos compartir más que un momento juntos. A la gente le gustaba apurarte. Todavía hoy hay gente que te apura; como si fueras a irte a algún lado sin avisar.

Me gustaría preguntarte cuándo fue el día que por fin nos encontramos por propia voluntad. Pero es casi seguro que no te debés ni acordar. Sí me acuerdo que fue todo un acontecimiento. Fue papá el que un buen día me dijo cómo hacer para encontrarte. Me lo explicó con paciencia, pero sin entrar en detalles de lo que significaba. Eso lo aprendí muy luego, solito y sin ayuda. Nunca sabré si la parquedad de palabras de papá en ese sentido fue un descuido, o si fue un toque de sabiduría por parte del viejo.

Mi amigo fiel, y leal compañero. Pensar que nunca me dejaste en banda. Ni siquiera cuando pasaron temporadas completas sin que pensara en vos; y tampoco cuando te apuraba y te maltrataba un día sí y el otro también. Te llamaba y vos ya estabas ahí. Aquí.

Te acordás de esos días en la playa? Éramos catorce, o veinte, todos bochincheros, todos con ganas de estar con vos un rato... y vos nunca te negaste, ni a nadie defraudaste. A veces decían que era gracias a mí que vos eras tan bueno, pero eso nunca ha sido verdad. La verdad es que tu nobleza surge por sí misma a la menor oportunidad.

Pocos, como vos, son capaces de provocar una sonrisa agradecida. De levantar el ánimo de un desfalleciente, o de alejar la fatiga.

Nunca con un favoritismo. Jamás haciendo una distinción. Sin el menor prejuicio. Te he visto con todo tipo de gente. Con mil ropas y adornos distintos. Se te puede ver cubierto de joyas, plata y oro, y hasta adornado con el más sencillo trozo de caña. En la casa más humilde, y en la mansión más lujosa. Incluso dándole consuelo a quien no tiene techo te he visto. En vos no hay lugar para la soberbia ni el orgullo. De repente si estás conmigo, mi desconfianza te gana y hay gente con la que no hablás. Pero no es culpa tuya. Eso lo sabe todo el mundo.

Cómo darte las gracias, amigo mío? Sé que ya se ha dicho y escrito mucho de vos, incluso libros, por algunos más autorizados que yo de repente, pero dejame que te diga esto mientras todavía puedo. Para vos no supone diferencia alguna si quien te habla es un erudito o un completo ignorante, así que no creo que te moleste.

Con vos, en los más negros momentos, enterramos a nuestros amigos. Juntos, estuvimos en los días brillantes de la vida, y vimos nacer a los hijos de nuestros allegados más queridos. También juntos reímos y lloramos. Nos acercamos... me acercaste, a un montón de gente y jamás pude pelearme con nadie estando vos ahí. Recorrimos media América casi del brazo, y cuando hay que caminar media cuadra tampoco nos separamos.

Viste llegar mujeres, viste surgir amores, y siempre me animaste, sin ponerte celoso ni envidiar mi suerte. Y siempre estuviste a mi lado las veces en que esos amores me dejaban el alma rota en mil pedazos.

Estudiar sin vos no hubiera sido posible. No para mí al menos. Porque, cuántas veces me mantuviste despierto? Ni que hablar de todos esos momentos en que creí volverme loco por encontrar una solución a un problema. Pero bastaban unas pocas palabritas contigo para que la cosa no fuera tan grave.

Trabajar tampoco. Sin vos sería difícil combatir el tedio, y tu compañía al final de la jornada, es como recibir una palmada de aliento en la espalda.

Compartimos amaneceres, puestas de sol, y la negrura más profunda que precede al alba. Vimos cielos brillantes, heladas monumentales y noches cuajadas de estrellas.

Me hermanaste con personas que eran perfectas desconocidas, y con mis amigos afianzaste los lazos. Con el viejo, permitiste y permitís un diálogo sin palabras que nos acerca. Basta tu sola presencia para que todos seamos concientes de lo que es compartir y deseemos extender la mano. Y aunque todos los que te queremos te vemos de una forma distinta, todos somos iguales para vos: hermanos.

Junto a vos he compartido mis mayores gozos, y sólo vos conocés mis penas más profundas y mis lágrimas más amargas, que más de una vez te han mojado.

El calor de un sol abrasador de un verano cualquiera se alivia con cualquiera de tus palabras, y el frío lacerante del más inclemente de los inviernos se sobrelleva mejor en tu compañía. A veces, el mundo entero parece hecho de tormentas. Y cuando me da la impresión de ser el único habitante del universo mientras veo caer la lluvia que cual un manto de tristeza cubre el horizonte, sólo vos sos capaz de darle tibieza a los recuerdos y alejar la soledad.

Incluso ahora, mientras escribo esto, estás a mi lado y gozo de tu amargor. Con esa estampa de intemporalidad que te caracteriza y que supo inmortalizar Juan Manuel Blanes al pintarte; tan calmo y sereno como si conocieras los secretos de la vida misma. Siempre con ese sentimiento profundo con que te cantó José Larralde.

Me das sosiego cuando estoy abrumado y con vos siempre tengo un instante para la reflexión.

Nunca con una queja, nunca con un reproche.

Espumoso y calentito, el mate.



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