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miércoles, 7 de febrero de 2007

Eutanasia. Pérez Reverte y yo

Es complicado, incluso contando con la ventaja de mi elevada sabiduría, hablar de la eutanasia.
Es decir, cualquiera puede hablar de cualquier cosa, pero eso no quiere decir nada. El mayor idiota del universo puede hablar de astrofísica, sin que eso implique que diga algo con el menor sentido. Lo más probable es que sean sólo idioteces.
Veamos algunos datos, como por ejemplo, la definición dada por wikipedia
En internet se encuentra una cantidad ingente de posts y artículos en contra, todos dichos con más o menos convicción, con más o menos argumentos y con más o menos autoridad, pero no por eso más convincentes o incluso más "reales". Se manejan razones filosóficas, morales, religiosas o todas ellas a la vez y hasta políticas (cuándo no!), que califican a la eutanasia de algo monstruoso y abominable y totalmente censurable.
No voy a entrar en ese terreno, me encantaría, pero no voy a hacerlo. Ni un poco, ni en pedo. Por la sencilla razón de que me parecen, en su mayoría, puras boludeces (por decirlo de forma amable).
En Technorati hay cúmulos de debates de todo tipo, en todos los idiomas, con todas las posturas imaginables.
Y también tenemos argumentos a favor, con la polémica desatada en España por la muerte de una mujer de 69 años aquejada por una enfermedad nada divertida

Hasta hace poco tiempo, tenía una opinión dividida al respecto. Sabés qué? Ya no la tengo.
Hace poco menos de un mes, murió mi abuelo. Por nada en especial, simplemente tenía más años que arrugas y la maquinaria estaba gastada. Con casi 90 años, cualquier mínima enfermedad, golpe o revés implica un paso más en un cuesta abajo del que es más que difícil salir... o del que directamente no se puede salir.
El final no fue agradabe. Pasó los últimos dos meses entrando y saliendo del hospital. No comía por sus propios medios, se cagaba encima irremediablemente, no hablaba, se babeaba y ni siquiera reconocía a sus hijos ni hijas (a saber, mi madre y mi tía que lo cuidaron sin descanso por años). Hey! Ni siquiera le habían dejado la dentadura, por lo que su cara aparecía grotescamente deformada. Divertido de ver, en serio.
Sus últimas horas, transcurrieron en una inmunda cama de hospital, atado a una mascarilla de oxígeno. Tenía un edema pulmonar y no podía intubarse por no recuerdo qué motivo. El tema es que uno de mis tíos no paraba de preguntarle a mi abuelo si lo escuchaba o si lo reconocía. My God! Te juro, hermano, que le hubiera machacado la cabeza hasta deshacérsela!
Ni siquiera se daba cuenta de que mi abuelo concentraba la existencia en una única tarea: respirar. El líquido y la flema que tenía en los pulmones creaba un gorgoteo indecente, indigno e insoportable que hacía del mero hecho de tomar y expirar aire fuera una batalla titánica. Podés imaginarlo? Generalmente no le damos importancia a ese detalle: respirar. Pero alguna vez te faltó el aire? Mejor aún: aluna vez te estuviste ahogando? Porque peor que no respirar, es tratar de respirar agua; de eso doy fe.
Ni siquiera iba una enfermera a ver cómo estaba; ni que hablar de un médico. Para qué? Si era sólo una cuestión de tiempo... de poco tiempo. Poco, al menos, desde el punto de vista normal.
Pero, como dijo mi viejo amigo Albertito (Einstein), todo es relativo. Para mi abuelo no debe haber sido poco tiempo. Debe haber sido una eternidad formada de dolor y desesperación.
Fue en ese momento, cuando lo vi en ese estado terminal, cuando la verdad, mi verdad, me golpeó con la fuerza de una bola de demolición.
Qué necesidad hay de que el tipo pase por ese trance? Qué? Me vas a hablar de humanidad? De los designios de Dios? De lo inmoral de decidir la propia muerte? De que es ilegal?
Si es eso lo que te sube a los labios (o te baja a los dedos), entonces la puerta de la ermita está ahí, a la derecha.

Hace años leí un libro que como todo lo trascendental en mi vida, llegó a mis manos casi de casualidad. El "Sicario" de Alberto Vazquez Figueroa. En ese libro, del que poco recuerdo, el protagonista, un niño de la calle, cuenta entre otras cosas, que no tenía dónde ir al baño más que en los parques, de donde era salvajemente corrido a palos por los guardas o la policía. Amargamente cuenta que tenía menos derechos incluso que los perros, ya que ellos sí podían hacer sus necesidades donde querían.
No me chocó tanto entonces, ya que no comprendí el alcance de esas palabras.
Así que bien, la asociación es simple: Mi abuelo tuvo menos derechos que un animal. Tuvo que tragarse toda la amarga copa de su agonía.
Y para los santurrones del orto, les dejo lo que dice el Eclesiastés 3.19.
Si un caballo tiene derecho a que le peguen un tiro, o un perro tiene derecho a que lo hagan pasar de un sueño al otro cuando ya no hay vuelta atrás y sólo queda una lenta y dolorsa agonía, entonces yo, que según la palabra del Creador no soy más ni menos que ellos, tengo el MISMO DERECHO.

Una buena dosis de morfina, por ejemplo, hubiera sido:
Humana, ya que le habría ahorrado sufrimientos.
Cristiana, ya que hubiera sido un acto de misericordia.
Moral, ya que le hubiera evitado la indignidad sin límites de ahogarse con su propia inmundicia.
Legal, ya que el Estado debe velar por el bienestar de sus ciudadanos y de esa manera habría conseguido dicho bienestar.

No sabía cómo expresar en palabras el profundo rechazo que me causan los que están en contra de la eutanasia, hasta que di con alguien que me leyó la mente e interpretó mi sentir palabra por palabra: mi buen amigo Arturo Pérez Reverte. Apareció en su columna de El Semanal, cuyas últimas frases (del artículo, no de Pérez Reverte) resumen el asunto: Que otros hagan lo que quieran con sus vidas, pero a mí permítanme no perder la compostura. Déjenme morir tranquilo.

Buena Vida

Corrección del día 9/2: Un grave error al expresarme: No me causan rechazo quienes están en contra. Cada uno es muy dueño de sus opiniones y sentimientos. Me causa rechazo, por no hablar de furia, que traten de imponerme sus propias ideas, menoscabando o despreciando las mías... a las que también tengo perfecto derecho y que fundamento basado en la propia experiencia.

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