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jueves, 26 de octubre de 2006

Vaivén

Colonia del Sacramento, la ciudad donde vivo. El casco histórico, el lugar donde estoy ahora. La tarde de un brillante y ventoso día de primavera. Apenas fresco. Apenas cálido. A orillas del Plata, el Río ancho como mar.

Observo, absorto, el espectáculo que se me regala. Algunos barcos sobre el horizonte, diminutos, posiblemente ajenos a lo que los rodea gracias a la indiferencia que engendra la costumbre. El sol rielando sobre las aguas revueltas, empenachadas de blanco. Es el cambio de marea, y el flujo y reflujo de las aguas rompe sobre las rocas que alguna vez conformaron la parte exterior de la vieja muralla cantando una canción que me arrulla y me habla de viejos tiempos olvidados.

Casi sin darme cuenta, bajo mi vista hacia la costa a mis pies y entonces lo veo. Sobre las rocas ha crecido hierba, no muy larga, pero suave y de un verde intenso. Vivo.

Las olas pasan sobre ella, amacándola, para chocar contra el muro, hoy convertido en un simple paseo. Se disuelven en espuma y tratan de retornar a su origen, sólo para encontrarse con nuevas ondas que llegan. Y al mezclarse, pasan sobre la hierba de nuevo. La revuelven, la revuelcan... y parecen acunarla, para luego castigarla sin cesar. Pero ella sigue allí. En silencioso vaivén, una y otra vez. Ausente. Sin darle importancia al castigo. O tal vez tan compenetrada con las aguas, que el baile que ejectua parece casual y al azar, como una coreografía perfecta, mil veces ensayada.

Contemplándola, me pregunto. Cómo será? Qué sensación producirá participar de esa danza? Y envidio la hierba. Tan flexible e indolente. Tomando las olas como vienen, de a una por vez, y siguiendo sus caprichos. Las aguas pueden ir o venir, o incluso formar torbellinos, pero ella simplemente se limita a adaptarse sin mas. En paz. No se resiste. No se lamenta. Es.

Y luego me vuelco a mi interior. Más allá del baile, cómo sería poder imitar a la hierba? Esperar las olas que forman parte de la vida, y cuando llegan, doblarse. Curvarse más allá de lo que parece posible y sencillamente dejarlas pasar. Sin tratar de detenerlas. Sin tratar de cambiarlas. Sabiendo que cuando las aguas se calmen, siempre va a ser posible pararse de nuevo, erguido. Sin rencores. Aceptando y reconociendo en su justa medida la inevitabilidad de las aguas, y la propia fortaleza para hacerles frente y sobrevivir, pero preservándose íntegro. Sabiendo que todo llega... pero también que todo pasa... Pero por sobre todas las cosas, sabiendo que no importa, porque así debe ser...

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