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miércoles, 28 de marzo de 2007

Colonia del Sacramento está en Venus

Desde hace años me gusta caminar bajo la lluvia. Me da una especie de sentido de pertenencia, de comunión, con el lugar donde esté. Me inspira paz. Cuando camino bajo la lluvia, todo está en orden. Todo se lava: penas, culpas, problemas y todo el bagaje de cosas inútiles pero pesadas que llevamos encima, se van.

También desde hace muchos años, me gusta caminar por el medio de la calle a esas horas en que no anda nadie, o casi nadie. En esta pequeña ciudad (o pueblo grande), eso puede ser cualquier hora entre las 23 y las 6 de la mañana de un día entre semana.

Ir por las veredas me provoca sensación de encierro. Como caminar por un tubo, como ganado. La calle en cambio... ahh! Es un placer. Esa amplitud para todos lados. Ese poder contemplar todo desde otra perspectiva. Es una manera de disfrutar intensamente la soledad. De empequeñecerse. Basta con el más mínimo esfuerzo de la imaginación para sentirse el único habitante del mundo.

No siempre fue así, claro. En algún momento pude hacerlo con Rafa y Mónica. Siempre, en esos momentos en que soy el único ser del universo, los recuerdo intensamente. Rafita está en Punta, con dos pibes y su esposa, que curiosamente también se llama Mónica. La otra Mónica... ella se perdió hace muchos años ya, pero su recuerdo está siempre acá.

Pero volviendo al tema. Caminar por el medio de la calle y lloviendo, es, entonces, un doble placer. La noche es serena y sin viento. Ha llovido todo el día, pero es recién ahora en que puedo disfrutarlo. La noche es mi cómplice y no envía un aguacero inmisericorde. Me regala con una lluvia mansa y tibia. Millones de diamantes. Me gustaría tener a alguien con quien compartir este regalo, alguien a quien besar, pero no. Estoy solo. Nadie en las veredas, nadie en los comercios, ni autos en las calles. Podría considerar, si lo deseara, que el mundo es mío. La lluvia me cobija y lava ese embrión de deseo impuro.

Al pasar justo por debajo de una de las luminarias del alumbrado público, veo las gotas que caen. Son como una instantánea: hebras de plata en suspensión. Como si las gotas se tomaran un respiro en su loca carrera y frenaran un instante para poder vernos con calma. Me saludan, les respondo, y ambos seguimos nuestro camino.

De pronto, sonrío. Es una sonrisa amplia, pacífica, casi feliz. Acabo de darme cuenta de que estoy en Venus. No ese infierno candente de 500ºC y nubes de dióxido de carbono y ácido sulfúrico, si no el Venus de Ray Bradbury en su cuento "La larga lluvia" (que aparece en el libro "El hombre ilustrado").

Poco tiene que ver ese relato de pesadilla y desesperación con lo que siento ahora. En realidad, los únicos puntos de contacto entre las dos situaciones son el agua infinita y esa inmovilidad fugaz de las gotas.

Ya habrá tiempo, mañana y en los días por venir, de preocuparme por los tétricos efectos que tendrá este caudal de lluvia. Eso sí podrá ser encuadrado en el terror rampante del escrito de Bradbury: podredumbre y ruina de los cultivos y pestes en las colmenas. Pero eso será mañana.

Hoy estoy en Venus y eso es muy bueno...

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